
No cabe duda de que parte de las pesetas provinciales que salieron de la Península siguieron las ancestrales rutas que sus hermanos mayores, los pesos fuertes o duros, habían recorrido siguiendo las rutas de la seda, del café, del té o de las especias hacia Extremo Oriente, haciendo escala en los puertos del Mediterráneo, del Levante musulmán y en las factorías negreras de la costa de África. Lo reducido de sus emisiones y la relativamente baja ley de sus aleaciones sin duda ayudaron a que dicho tráfico no alcanzase mayores proporciones. Por la importancia que adquirieron en la circulación local destaca el caso de las posesiones portuguesas, especialmente en la isla de Madeira, donde se encontraban en pleno siglo XIX como divisores de los reales de a ocho.
Si bien las preferencias estuvieron siempre del lado de la plata nacional, obviamente se utilizaron las pesetas provinciales en el comercio con otros países europeos, donde usualmente se aceptaban sólo por su contenido en fino, como pasta, siendo recogidas en grandes cantidades para, sobre todo en el siglo XIX, ser afinadas mediante ácido sulfúrico en las Casas de Moneda para con ello beneficiarse de la pequeña liga de oro que contenían. Especial importancia tuvieron las pesetas en la economía británica, donde tenían curso legal, y desde donde cruzaron los océanos en grandes cantidades.

Su introducción en las colonias británicas de América debió ser prácticamente simultánea a su propia aparición, como prueba el hecho de que aún hoy en día son comunes los descubrimientos de reales sencillos y pesetas de ambos contendientes en la Guerra de Sucesión. Las pesetas provinciales sin las columnas de Hércules, conocidas como pistareens, tuvieron una larga vida en estas latitudes. A las primeras emisiones se sumaron las allí conocidas como de cruz, con los cuarteles de Castilla y León, y las de la cara o busto. Al igual que los propios pesos, muy a menudo fueron cortadas en cuatro o más partes, conocidas como bits, para su uso como moneda menuda.
Ya durante la Guerra de Independencia norteamericana se discutió si otorgar a este numerario por todos conocido curso legal, si bien finalmente se decidió no hacerlo. Eso no fue óbice para que fuesen utilizadas en tales cantidades como para servir incluso para las transacciones financieras, para que circulasen sin ninguna traba por toda la Unión o para que tuviesen de facto la consideración de moneda propia en algunos estados. Su uso habitual y continuado dejó su impronta en el refranero popular, en la literatura e incluso en la jurisprudencia estadounidenses del siglo XIX.

Su circulación a gran escala se produjo igualmente en las demás colonias británicas de América, donde sí que tuvieron curso legal y fijado en relación a los reales de a ocho de plata nacional, la moneda en la que recibían las tropas sus soldadas. Su huella es fácilmente rastreable en las islas caribeñas y en el Canadá, donde era la moneda utilizada por las clases populares en las transacciones diarias. Los intentos de esterlinización del circulante en las colonias británicas a partir de finales de la década de los años 30 del siglo XIX, si bien no consiguieron desplazar al dólar –real de a ocho- de su posición preeminente, sí que hicieron prácticamente desaparecer a las pesetas provinciales de la circulación.

No parece que sea casualidad que a comienzos de la década siguiente se empezase a documentar la entrada en grandes cantidades de pesetas provinciales españolas, conocidas como sevillanas, en las nuevas repúblicas iberoamericanas, como ha estudiado magníficamente Roberto Jovel para el área centroamericana, en un fenómeno que se reproduce en otras partes del continente. Entre ellas, además de moneda anterior y recién batida, se encontraba numerario acuñado a nombre de José Bonaparte. La valoración de la peseta provincial fue fijada de manera distinta en cada república.

Esta “invasión” llegó también a las todavía bajo dominio español Antillas Mayores, y fue el motivo de que en 1841 se resellasen con la famosa contramarca de rejilla las pesetas provinciales en la isla de Cuba. Por esas fechas comenzaron a llegar también al archipiélago filipino, donde se fijó por ley su valor, conforme a la normativa española, en cinco pesetas cada peso fuerte o duro. La moneda provincial llegada a Filipinas y los pesos acuñados con este destino circularon asimismo por la Micronesia española y Oceanía, donde fueron resellados posteriormente por los alemanes y estadounidenses, y en otros lugares de Asia.

Este breve bosquejo es sólo una pequeña muestra de la posiblemente menos conocida faceta de nuestra entrañable e incluso añorada moneda provincial, que sobrevive en nuestro imaginario colectivo como moneda de cuenta con un valor perdido hace ya más de un decenio, ajeno a la inflación oficial y a la brutal inflación encubierta que supuso la entrada en el Euro, y como una quimera en la ardiente hamada de Tinduf.