Hasta 1756 se dispuso que fueran uno por mes, que sal�a para Nueva Espa�a y las Antillas desde La Coru�a, y otro cada dos meses para Montevideo. Adem�s, llegaban otros buques de guerra que tra�an azogue, y que llevaban de vuelta los caudales del Rey y de los particulares. Garc�a Bernal recoge que si bien su funci�n primordial era el de ser buques correo, ya desde el siglo XVI hab�an transportado mercanc�as con el permiso de la Casa de Contrataci�n y del Consejo de Indias.
Seg�n Morineau, en veinte a�os el n�mero de flotas de Nueva Espa�a fue de seis solamente, y las escuadras de galeones de cuatro. Asimismo, se permiti� un nav�o de registro con destino a Buenos Aires en 1721 para introducir mercanc�as por un valor de 700.000 pesos, as� como a Honduras. En 1718 los armadores canarios recibieron la autorizaci�n de enviar una flotilla de un volumen de 1.000 toneladas, y la Compa��a Guipuzcoana comenz� a ejercer su actividad en la costa de Caracas. Asimismo, recog�a que si una flota del siglo XVI trasportaba 4 millones de pesos, una del siglo XVIII transportaba 12 millones como m�nimo.
El nav�o Sant�sima Trinidad con sus cuatro puentes y 136 ca�ones. Grabado del siglo XIX. Museo Naval de Madrid.
El Tratado de Utrecht permiti� a los ingleses introducir anualmente un nav�o de 500 toneladas de mercanc�as y el monopolio del asiento negrero. La Guerra de la Cu�druple Alianza entre 1718 y 1720 agrav� el problema, e increment� el tradicional contrabando ingl�s y holand�s en zonas marginales. Para Garc�a Bernal, la Paz de Utrecht no hizo m�s que ratificar otros tratados y convenciones firmados con anterioridad que recog�an una panoplia de privilegios comerciales para el comercio brit�nico, como los de 1604, 1645 y 1667. La autora defiende que los barcos de guerra destinados a cumplir la gracia del rey espa�ol, el Nav�o de Permiso y Asiento de Negros, como el Bedford y el Elizabeth, cumplieron escrupulosamente todos los requisitos, deseosos de evitar cualquier problema que pudiese ocasionar un conflicto y con ello una merma de los intereses de los comerciantes.
A comienzos del siglo XVIII se tomaron medidas legales para la conservaci�n del sistema del monopolio, como las Reales �rdenes de 1717 y 1718 prohibiendo la introducci�n de g�neros indianos por parte de mercaderes extranjeros, la Real Orden de 8 de mayo de 1717 por la que se trasladaron las oficinas y tribunales del comercio de Indias a C�diz. Mientras que para Stein la decisi�n de trasladar el centro neur�lgico del comercio a C�diz pudo deberse a las contribuciones que C�diz hizo a Felipe V entre 1701 y 1710 por un montante global de 660.000 pesos, Morineau afirmaba que la transferencia de la Casa de Contrataci�n y el Consulado de Sevilla a C�diz sancionaba un modus vivendi establecido desde 1680.
A ello ayudaron tambi�n las dificultades t�cnicas de navegaci�n del Guadalquivir. Esta medida fue combatida vehementemente por los comerciantes sevillanos, que si bien en 1725 consiguieron un dictamen favorable del monarca, esta Orden fue poco despu�s revocada, quedando C�diz como sede del comercio ultramarino hasta la implantaci�n del Libre Comercio.
Nav�o espa�ol de 74 ca�ones de finales del siglo XVIII. Imagen del Museo Naval de Madrid.
El Proyecto de Flotas y Galeones del Per� y Nueva Espa�a de 1720 intent� revitalizar este sistema, regulando la salida de las flotas, que deb�a de producirse anualmente. Los galeones de Tierra Firme deb�an zarpar el primero de septiembre, y las de Nueva Espa�a deb�an salir de C�diz el primero de junio, y su tornaviaje deb�a producirse el 15 de abril del a�o siguiente. No obstante esta normativa, solamente salieron de Nueva Espa�a veinte flotas en todo el siglo.
Seg�n Manero, dichas flotas salieron en 1706, 1708, 1711, 1712, 1715, 1717, 1720, 1723, 1725, 1729, 1732, 1736, 1749, 1757, 1760, 1762, 1765, 1769, 1772 y 1776. El total de viajes, contando los realizados por los nav�os de registro, fue seg�n este autor de 101, y seg�n los datos de la carga de 17 de ellas, el t�rmino medio era de 4.924 toneladas, si bien la cifra m�s alta fue la de 1760, que transport� 8.492 toneladas.
En el a�o 1737 se remiti� un proyecto al virrey de Nueva Espa�a, reglamentando la pr�ctica ya existente de combinar la distribuci�n de los situados con la pr�ctica del corso en las islas de Barlovento y en Tierrafirme, con base en los puertos de Veracruz, La Habana y Santa Marta. Se fijaba en el mismo un preciso calendario y su financiaci�n desde el virreinato.
4 reales Potos� 1773 Corvera Colecciones.
Este sistema de financiaci�n y abasto de las plazas del Caribe sigui� utiliz�ndose en la segunda mitad de la centuria, si bien se prescindi� del corso. La moneda met�lica se remit�a trimestralmente a las posesiones del Alto Caribe �La Habana, Florida y Luisiana- y semestralmente a las del Bajo Caribe �Puerto Rico, Santo Domingo, Trinidad y Cuman�-, y su monto depend�a de las tropas estacionadas, los gastos de fortificaci�n, los requerimientos para las fuerzas navales y los gastos extraordinarios, que consist�an habitualmente en el pago de pr�stamos concedidos por particulares en momentos de escasez de numerario.
Se pens� en la creaci�n de compa��as privilegiadas de comercio, las conocidas como Compa��as de F�brica y Comercio, como alternativa al r�gimen de flotas, con un capital dividido en acciones pero que deb�an ser sancionadas por el monarca, que asimismo deb�a aprobar los privilegios con los que iba a operar. Entre ellas se encontraban La RealCompa��a Guipuzcoana de Caracas, la Real Compa��a de la Habana y la Real Compa��a de Barcelona.
Si bien no gozaron en general del monopolio comercial en su �rea de operaciones, s� que gozaron de exenciones fiscales que favorec�an sus negocios, al posibilitarlas a competir con productos a menor precio. Estas compa��as tuvieron una dilatada duraci�n en el tiempo y contaron con una participaci�n social m�s o menos amplia.

La Guerra de la Oreja de Jenkins, entre 1739 y 1748, dio un duro golpe al sistema de flotas, y supuso la extensi�n del uso de los nav�os de registro al Mar del Sur. Seg�n Garc�a Bernal, la base econ�mica del conflicto se encontraba en los deseos brit�nicos de comerciar libremente con las posesiones espa�olas y la defensa de Espa�a de su monopolio mercantil. Si bien la armada brit�nica era mucho m�s poderosa que la espa�ola, los mares de Am�rica y Europa se vieron patrullados por los guardacostas y los corsarios espa�oles, que les infringieron da�os notables, alcanzando las cotas m�s altas de capturas en todo el siglo.

Los corsarios vascos operaban en el Atl�ntico Norte, cerca de las costas de las islas brit�nicas, los gallegos en las costas portuguesas, y en el �rea del Estrecho destac� especialmente el papel de Ceuta. La creaci�n de la escuadra corsaria del Consulado de C�diz en 1779 ha sido estudiada por Herrero. Seg�n recoge Morineau, citando a Ternaux-Compans, en los quince a�os transcurridos entre 1741 y 1757 llegaron a Nueva Espa�a 164 transportes sin contar 24 avisos, 45 bajo pabell�n neutral, 40 franceses, 3 holandeses, 1 imperial y 119 espa�oles.
La Guerra de los Siete A�os, entre 1756 y 1763, tuvo como consecuencia la cesi�n a Inglaterra de la Florida y la cesi�n por Francia a Espa�a de la Luisiana. La ampliaci�n de la marina, que comenz� en tiempos de Jos� de Pati�o y continu� con el marqu�s de la Ensenada, dio como resultado que se dispusiese en tiempos de Carlos III de una flota de 66 barcos de l�nea.
La paralizaci�n del comercio que provocaron los retrasos en las salidas y los conflictos b�licos se compens� en parte con los nav�os de registro, buques sueltos que entre 1739 y 1754 fueron como promedio 47 nav�os y transportaron 13.894 toneladas, cantidad que se increment� entre 1755 y 1778 a un promedio de 67 naos y 25.132 toneladas, un 80% del tr�fico. Como recoge Garc�a Bernal, la concesi�n de licencias para navegar en registros sueltos era un privilegio exclusivo de la Corona y una fuente de ingresos para la Real Hacienda.

Si bien entre 1717 y 1739 s�lo 189 nav�os de registro atravesaron el Atl�ntico en ambas direcciones, a partir de este �ltimo a�o la navegaci�n en registros se convirti� en la �nica forma de comerciar con las Indias, y entre 1739 y 1754, a�o en el que se decidi� restaurar el sistema de flotas, el tr�fico mar�timo se increment� de manera significativa, con 734 nav�os y 222.303,30 toneladas de mercanc�as.
El comercio se increment� asimismo tras los Decretos de Libre Comercio, pero los conflictos b�licos de finales de la centuria tuvieron efectos muy perjudiciales sobre el mismo. Herrero recoge que en los 21 viajes de retorno por ella estudiados la cifra de caudales fue de 12.034.976 pesos, de los que un 82% eran en moneda de plata y el resto en moneda de oro. Un 19% se corresponden a expediciones al R�o de la Plata, un 68% al Mar del Sur y un 13% a Nueva Espa�a. A ello se tend�an que sumar las partidas consignadas como tesoros, compuestas de alhajas, plata en barras y labrada, tejos de oro, carey y perlas.
En el Mercurio hist�rico y pol�tico se daba noticia de la llegada de un total de seis barcos entre naves, fragatas de la Real Armada y registros al puerto de C�diz, entre los d�as 17 y 24 de julio de ese a�o, que hab�an tra�do para la Corona y los particulares un total de 883.051 pesos fuertes de plata y oro acu�ado y labrado, as� como mercanc�as como cobre, esta�o, cuero, cacao, az�car, lana de vicu�a, pimienta o ruibarbo. El d�a 9 de agosto hab�a llegado la fragata del rey Santa Rosal�a, procedente de El Callao, con 1.150.967 pesos fuertes en plata y oro acu�ado, labrado y en barras, as� como otras mercanc�as.

El Decreto de 16 de octubre de 1765 habilit� el comercio directo a nueve puertos espa�oles, los de Barcelona, Alicante, Cartagena, M�laga, Sevilla, C�diz, La Coru�a, Gij�n y Santander, y a los territorios indianos de las Islas de Barlovento, es decir Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Trinidad y Margarita. El �rea de aplicaci�n se fue extendiendo paulatinamente, y en 1768 se incluy� en �l a Luisiana y por Real Orden de 9 de julio de 1770 los territorios novohispanos de Campeche y Yucat�n.
Fisher afirma que este decreto estableci� los principios generales que sirvieron posteriormente de base a reformas m�s radicales, siendo para este autor un compromiso entre los intereses de los grupos poderosos interesados en mantener sus antiguos privilegios y los argumentos de reformistas como Jos� de Campillo y Ger�nimo de Uzt�riz. Este decreto s�lo afect� al comercio con las Antillas, pero sigui� vigente el sistema de nav�os de registro para el comercio con la Am�rica meridional, y restaur� el sistema de flotas entre C�diz y Veracruz.
Una nueva ampliaci�n se produjo por el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre de Espa�a a Indias de fecha 12 de octubre de 1778, que incorpor� en Ultramar al mismo a los puertos del R�o de la Plata, Chile y Per�, en la Pen�nsula a los de los Alfaques de Tortosa, Palma de Mallorca, Almer�a y en Canarias al de Santa Cruz de Tenerife. Una d�cada despu�s se incluy� a Venezuela en Indias y a San Sebasti�n en Espa�a, y el 28 de febrero de 1789 se extendi� a la propia Nueva Espa�a.
Este nuevo sistema introdujo una libertad con grandes limitaciones. Su estudio muestra c�mo en el periodo comprendido entre 1778 y 1796 el 56% de lo recibido en Espa�a eran metales preciosos, y de ellos un cuarto se correspond�an a ingresos de la Corona. Es por ello por lo que el Virreinato de Nueva Espa�a, principal productor de plata en esta �poca, era responsable de la remesa de no menos del 36% de todos los productos remitidos a Espa�a.
Tambi�n se llevaba a cabo un f�rreo control para evitar el contrabando, que llevaba aparejado desde un primer momento penas de confiscaci�n y que posteriormente se fueron ampliando a suspensi�n del cargo para los oficiales p�blicos, exilio perpetuo de las Indias y p�rdida de privilegios para las personas de posici�n elevada, y a condenas a galeras que llegaban hasta los diez a�os para personas de inferior rango. Se establec�an adem�s pingues recompensas para los denunciantes de esta pr�ctica, y una vez a bordo se controlaba que los barcos no fuesen abordados en el mar por otros o que no se enviasen chalupas de auxilio sin que en las mismas estuviese una persona de confianza.
El control que redoblaba cuanto m�s cerca se estaba del puerto de destino. Una vez en Sanl�car de Barrameda, el capit�n de la Flota notificaba a la Casa de Contrataci�n y al Consejo de Indias los extremos del viaje, y no se permit�a a nadie desembarcar hasta que el buque no hubiese sido inspeccionado exhaustivamente por los funcionarios de la Casa de Contrataci�n, con toma de declaraci�n a todos los pasajeros y marineros y apertura de los equipajes.

Cipolla afirmaba que en la d�cada de los a�os 60 del siglo XVI el contrabando se convirti� en una pr�ctica cada vez m�s habitual. Cita entre otros el caso de una de las naves de la flota que naufrag� cerca de C�diz en 1555, y que cuando se recuper� la carga se descubri� que en lugar de los 150.000 reales declarados transportaba exactamente el doble. Recoge asimismo que en 1626 la Casa de Contrataci�n estimaba en dos millones y medio de reales las importaciones de plata no declarada en ese a�o, y en un mill�n y medio las del siguiente a�o.
Este autor citaba asimismo una C�dula de 1648 que calculaba que solamente de Per� y de Chile llegaban a Sevilla medio mill�n de ducados al a�o no registrados, y otra Real C�dula de 18 de marzo de 1634 que denunciaba que esta pr�ctica hab�a llegado a l�mites insospechados. Finalmente, este autor recoge que en 1660 las autoridades decidieron abolir la obligaci�n del registro, que por aquel entonces muy pocos practicaban ya.
Estas leyes no siempre fueron aplicadas en su m�ximo rigor, prometi�ndose en varias ocasiones el indulto a quienes confesasen voluntariamente cantidades importantes de metales preciosos y satisficieran la aver�a. Felipe III, ante el hecho constatado de que estos indultos supon�an un aumento del contrabando, estableci� en 1618 que los mismos no volver�an a ser otorgados.
A pesar de ello, se volvi� a recurrir a esta pr�ctica, y muy especialmente en los �ltimos a�os del reinado de su hijo Felipe IV, a la vista de la alarmante disminuci�n de los ingresos y de las importaciones registradas legalmente. Si bien en 1661 las Aduanas pasaron a administrarse por cuenta de la Real Hacienda y se rebajaron algunos derechos a resulta de las quejas de los comerciantes, en 1663 se dieron en arriendo a Eminente, que fue condenado y preso por no cumplimentar el contrato, si bien volvi� a arrendarlas en tiempos de Carlos II hasta 1717. Mainar le defin�a como aventurero y desmoralizado, y que con el fin de cortar el contrabando e incrementar sus ganancias les concedi� gracias y mercedes, admitiendo el 4, el 6 o el 7% que gastaban con los metedores o contrabandistas en vez de cobrar los derechos.
Si bien los indultos se cobraban normalmente en los puertos andaluces, a principios del siglo XVIII se lleg� a cobrar en Francia a los veleros de esta nacionalidad que regresaban de las Indias espa�olas.

La contracci�n en los env�os hacia la Pen�nsula que se produjo en el siglo XVII y los primeros a�os del siglo XVIII fue tradicionalmente interpretada como una crisis de producci�n, si bien en la actualidad se considera como una conjunci�n de una serie de factores m�s complejos. Entre los mismos se encontrar�an el fraude fiscal generalizado por la venta de los oficios, el crecimiento de los costes de producci�n, el crecimiento del comercio interior indiano, el aumento del gasto administrativo en Indias que absorbi� cada vez m�s recursos y el aumento de la producci�n no controlada a causa del abandono del sistema de amalgamaci�n.
En su trabajo sobre las Flotas de la Plata, Serrano Mangas analiza la importancia que tuvo el fraude de ocultaci�n o desv�o de la plata por parte de los mercaderes, los propios miembros de las Armadas o incluso el estamento religioso. Cipolla recog�a que Fray Juan P�rez de Espinosa, muerto en Sevilla en 1622 en el convento de San Francisco, dej� una fortuna de 414.700 reales, 62 lingotes de oro y otros objetos, que fueron embargados por la Corona cuando se descubri� que estas riquezas hab�an llegado a Espa�a sin pasar por el registro.
Esto supuso que la falta de registro de partidas se convirtiese en una pr�ctica corriente, e incluso el autor cita una contestaci�n del consulado de Sevilla al Consejo de Indias de 1659, en la que se afirma que el secuestro de medio mill�n de ducados en 1637 fue la causa de que se encontrasen barras de plata en las Casas de Moneda de Rouen, Paris, Londres, �msterdam, G�nova y Venecia.
Morineau recog�a el dato de una cantidad de entre 2 y 2,5 millones de pesos no registrados en los galeones de Manuel L�pez Pintado en 1731, y de 600.000 a bordo del Incendio en 1733. Conclu�a que podr�a calcularse el fraude a los mismos niveles que en el siglo XVI, del orden de un 15 a un 20% como m�ximo.
Fuentes
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